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María de la Paz

En Praga

En Praga

 

Celebramos nuestro segundo aniversario de matrimonio en Praga: ciudad histórica pero sobretodo romántica, de callecitas empedradas y vistosos puentes que cruzan el rio Moldava. Atestada de turistas que llenaban las calles, restaurantes, cafés y tiendas, a la velocidad que permitían los 30°C del verano checo. Las tardes eran largas, el sol se ocultaba después de las 9pm. El viento era cálido, aún en la noche.

 

Fue mi segunda vez en ésta ciudad mágica. La primera fue hace 5 años, iba sola y era mi primer viaje fuera de Colombia. Si, en medio del estrés producido por ésta combinación funesta, aún pude disfrutar del viaje. Pero nada como deleitarse con la belleza de ésta ciudad con la compañía perfecta.

 

Lo mejor para conocer Praga es caminar, aunque una tarjeta de transporte resulta muy conveniente para cuando se quiera ahorrar un poco de tiempo y/o energía. Recomiendo el paseo en bote en el rio, no en los barcos grandes con guías narrando la historia de la ciudad en alemán y ruso, sino el paseo en botecito de pedal, aunque eso si es importante no dormirse y estar pendiente de que la corriente no se lleve el botecito más allá de las boyas para no pasar ningún susto.

 

A una hora de recorrido en tren está Kutná Hora, un pueblito pequeño, del mismo estilo de Praga, también increíblemente romántico y patrimonio de la humanidad según la Unesco, con un Castillo Real, aún más bonito que el mismo castillo de Praga. Allí, concentrada tomándome una Pilsen y escuchando música popular checa, un señor de unos 50 años, con algunas cervezas de más, se acercó y me sacó a bailar casi a la fuerza. Y así fue como yo, que la salsa, cumbia, porro, merengue y demás, los bailo con el mismo pasito que el vallenato, terminé bailando música checa, como si fuera música de Carlos Vives, inevitablemente.

 

Tal vez por el calor, o por lo que significa estar en tierra checa, era imposible no detenerse cada tanto a tomar una cerveza. Y muchas veces no fue sólo una, pues nada más poner el vaso vacío en la mesa y el mesero saltaba sobre nosotros a confirmar si traía la siguiente ronda. Varios bares me llamaron la atención, uno de ellos al aire libre, un lugar de no menos de 400m2 rodeado de árboles y casetas con venta de salchichas y –obviamente- cerveza, repleto de gente tomando en vasos de medio litro, un martes a las 2pm. En el otro, con decoración alusiva al comunismo, una pantalla de 2m x 2m en la que se veía el mapamundi con lucecitas rojas titilantes en Leningrado, Pekín, Ho Chi Min, La Habana, entre otras, servía de fondo al rubio barman que atendía en perfecto inglés sin acento a guerra fría.

 

Los precios de locura: comparándolos con los de Holanda, se puede comprar el doble de contenido por la mitad del precio. Claro, esto aplica sólo para la cerveza, comida en restaurantes, helados, agua en botella, cerveza, jugos, café, transporte en metro, bus y tram, cerveza, vino, postres, artesanías y cerveza.

 

La comida checa es deliciosa: gulash y dumplins fueron mis favoritos. También cerdo, pato, pollo, pavo. Todo al horno y en porciones más que generosas. En casi cualquier restaurante sirven platos exquisitos, sólo hay que tratar de evitar las trampas turísticas moviéndose dos calles a la izquierda o a la derecha según el caso (o buscando sitios donde el menú no esté en inglés, aunque eso suponga pedir al azar sin la menor idea de lo que van a traer, igual va a ser delicioso).

 

Y con esto acabo. Con que lo más paradójico del paseo ocurrió al volver. Un comentario que me dejó tan helada como la cerveza de la última semana: al responder a la pregunta de qué había hecho en los días fuera de la oficina, le comenté a un amigo holandés que había pasado una semana disfrutando de la deliciosa gastronomía checa, su reacción fue: “No me digas que te gusta la comida checa, ¿la prefieres sobre la holandesa?” 

- ¡Plop!

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