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María de la Paz

De la música de Tropicana o cómo extrañar lo que se desprecia

De la música de Tropicana o cómo extrañar lo que se desprecia

 

 

El balance de los últimos meses –deportivamente hablando- no podría ser mejor: he corrido de 2 a 3 veces por semana, desde Agosto siempre a más de 10km/h, y en total he “recorrido” 250km de Mayo a Septiembre. En Septiembre 19 corrí mi primera carrera. O bueno, en realidad fue la segunda. La primera fue una que era requisito para pasar Deportes I en la UIS, y ya no recuerdo qué distancia recorrí ni cuantas ¿horas? tardé en terminarla. Sólo recuerdo –hace ya 10 años de esto- que en medio de la carrera hice una parada técnica en una tienda de San Alonso para comer ponqué Ramo con Pony Malta. Necesitaba energía, obviamente. Así que ésta del 19 de Septiembre de 2010, fue en realidad mi primera carrera. Mi primera carrera seria. 6.4km en un poco menos de 37 minutos. Todo un récord dado mi historial de pereza e inconstancia desde que cumplí los 15 años.

 

El nombre de la carrera es Dam tot Dam. Esta competencia tiene cierto renombre en Holanda, aunque la versión conocida es la de los 16km, que es la distancia que separa Amsterdam de Zaandam, ciudades al norte de Holanda. Así que allí estuve. O mejor, estuvimos. Mauricio y yo, y otros miles de personas. Allí estuve con mis muy costosos y nuevecitos, zapatos de correr. Y conocí a la fauna corredora holandesa, que he clasificado en tres grupos:

  • Grupo 1, conformado por hombres y mujeres con claro sobrepeso, luciendo zapatos de correr carísimos y casi nuevos, y ataviados con cuanto dispositivo existe para medir las calorías, pulsaciones, velocidad por minuto, etc.
  • Grupo 2, hombres y mujeres flaquísimos, con pantalonetas y zapatos que parecieran tener años de uso, en silencio, concentrados, para luego salir como flechas después del pitazo inicial, y a los que nunca más volví a ver. O bueno, si volví a verlos. En la portada de los periódicos al día siguiente.
  • Grupo 3, los demás corredores, los que nos creemos normales, los que dejamos de salir de fiesta los viernes para mejor entrenar y los sábados sólo nos tomamos 1 (y sólo 1) cerveza porque el domingo hay que correr nuevamente.

 

La carrera fue muy divertida. El paisaje en Zaandam bonito, con callecitas pequeñas y casitas que parecen habitadas por enanos. Cientos de holandeses gritaban doorgaan doorgaan  (¡vamos, vamos!) a lado y lado del recorrido para darnos ánimo. Sonreí para la foto de los 3km y luzco muy deportiva en el video que toman los organizadores de la carrera. Al final, una medalla, galletas y bebida energética y masaje en las piernas. Quedé en el puesto 58 entre un poco más de 400 mujeres. Así que ahora la energía está dispuesta para el próximo objetivo, que será en simultánea internacional el próximo 31 de Octubre: cada hermana en una esquina del mundo corriendo –o bueno, caminando, dependiendo del grado de entrenamiento alcanzado- los 10km de Bogotá, Toronto o Rotterdam, según sea el caso.

 

Con todo esto, mis compañeros de oficina me consideran alguien atlético, que hace ejercicio regularmente y que tiene hábitos saludables –quien lo creyera-. Y esto ha cobrado importancia en días pasados porque la empresa ha lanzado (o debo decir relanzado) una campaña para medir y mejorar los hábitos de salud de los trabajadores de la refinería. Así que la aplicación que tengo en el iPhone para calcular el IMC (Índice de Masa Corporal) se ha vuelto muy popular entre mis colegas. Y también protagonista de un par de conversaciones álgidas entre ellos. La última, fue más o menos así: Colega 1 (55 años, 26 de IMC) le reclama al Colega 2 (40 años, 35 de IMC) por tener el IMC fuera de los límites saludables (30 o más). Colega 2 se defiende argumentando que es muy saludable, que los resultados de todos sus exámenes lo hacen ver como un quinceañero. Pero el Colega 1 le responde que debido al alto IMC, la probabilidad de sufrir problemas de tensión y enfermedades cardiovasculares, renales y demás es 1.2 veces más alta que la de aquellos con IMC inferior a 26. Y que por eso, las aseguradoras deben subir las primas que pagamos por la seguridad social. Y que por eso, todos debemos pagar más cada mes a nuestro seguro de salud. Entonces, el Colega 1 le “exige” al Colega 2 dejar de comer tantas croquetas al almuerzo y bajar de peso para situarse al menos en el IMC de 27 (que, por cierto, es el promedio entre mis colegas) y así dejemos de pagar tanto dinero a las compañías aseguradoras.

 

Bueno, pues en este punto no pude sino guardar silencio, con la boca abierta por la incredulidad ante lo que estaba pasando: nunca había visto a nadie inmiscuirse de tal manera en la vida de otro, al punto de recomendarle qué comer y qué no, argumentando el bien común.

 

Y así pasan los días en el trabajo en Holanda, hablando de cuál fruta tiene más contenido de azúcar, y cuánto ejercicio se debe hacer a la semana para bajar el colesterol, mientras en la otra esquina del mundo, Colombia se cae a pedazos.

 

Un país sin futuro. Y además, sin presente. La pobreza sigue su curso, el desempleo y el subempleo siguen subiendo. La mayor causa de mortandad en las mujeres está relacionada con el embarazo y el parto y la falta de controles de salud en ésta etapa y eso es entre las menores de 20 años de edad. El nivel de escolaridad es bajísimo. Nos seguimos matando sin misericordia y la corrupción es algo tan común como lo es autodenominarnos “berracos”.

 

Pero lo peor, lo peor de todo es el optimismo. Ese optimismo crónico y sin sentido que nos hace creer que vamos por el buen camino sin nada que lo demuestre. Cada vez que entro en esta discusión con alguien, esta persona cita los periódicos nacionales como si tuvieran la verdad revelada. Me molesta sobremanera que crean que sólo por cambiar de gobierno, ahora si nos salvamos, así sea de nosotros mismos. No soporto que hablen del gabinete de Santos como “de lujo” cuando ni siquiera se habían posesionado los ministros. Me enferma que los colombianos vayamos por la vida tan alegres sin tener de qué sonreír. Y bueno, alegres, me lo paso. ¿Pero orgullosos?

 

En medio de la amargura que me produce escuchar el júbilo y la alegría ajena y por demás sin motivos, en la radio nacional o al leer los periódicos, hace 4 meses entré en una etapa de negación profunda. De total desprecio hacia todo suceso que ocurra en ese lindo pedazo de tierra llamado Colombia. No leo absolutamente nada de prensa colombiana ni escucho siquiera La W o La Luciérnaga. No tengo idea de qué ha escrito Daniel Samper, ni cuáles son los chismes de “La cosa política” o cuál es la última olla podrida que ha destapado Noticias Uno. Supe de la pelea causada por unas empanadas en el norte de Bogotá leyendo Facebook. Me enteré de la muerte del Mono Jojoy por Twitter. Supe que en el campamento bombardeado estaba Tanja –la guerrillera holandesa- por Metro (periódico gratuito de Rotterdam). Claro que aún no se si la muerte de Tanja se comprobó o no porque, dice Metro, el gobierno colombiano aún no ha contactado al gobierno holandés al respecto.

 

La ausencia de información me ha vuelto más susceptible a las opiniones de los demás. Cada tanto tengo un debate interno cuando alguien a quien aprecio me habla de lo bien que va Colombia, o su economía, o que ahora si “tenemos jodido a Chávez”, o me dice que se alegra porque han matado guerrilleros o porque hayan destituido a “la negra esa”. ¿Debo borrarlos del Facebook de mi corazón para siempre y nunca más volverles a hablar? –No creo. Y además tampoco se trata de quedarme sin amigos ni familia.

 

Sin embargo, no saber lo que pasa en el país me produce una sensación de falsa libertad. Es más, de independencia. Es como si me hubiera librado de un lastre pesadísimo. Ahora pretendo que nada de lo que pasa allí me importa. Y vivo mi falsa libertad feliz, acostada en una hamaca, que paradójicamente es amarilla, azul y roja, entendiendo que por más que me preocupe, y le de vueltas y vueltas a los problemas del país y trate de solucionarlos entre tragos o a la hora de la comida, allá nada va a cambiar. Antes me sentía desilusionada e impotente. Algo me oprimía el pecho. Ahora, vivir lejos –y sobre todo con 7 horas de diferencia horaria- me ha hecho entender que lo que más extraño de todo ese mundo mediático de pacotilla es precisamente de lo que más me burlaba cuando estaba allá, lo que menos serio me parecía, lo que más despreciaba: la música que sintoniza Tropicana.

 

You´ve got mail

 

 

Llegó un correo a mi buzón que me ha hecho sobresaltarme. Mi corazón late más rápido y mil quinientas imágenes pasan a toda velocidad por mi mente. Se me erizó la piel y sentí deseos incontenibles de llorar. O mejor de reir. O ambas. Todo al mismo tiempo. La cercanía a eventos importantes me pone sentimental. No puedo evitarlo. Querría ser un poco más racional pero, qué voy a hacer, pertenezco a ese tipo de seres humanos que se hacen trizas al recordar ciertas sensaciones.

Mi vida pasa como una película de personajes animados en segundos y recuerdos de mi infancia se agolpan en mi cabeza.
 
Hacer las tareas antes de jugar. Pero antes cambiarme el uniforme y tomar onces.
El disfraz de dado: hecho a mano según indicaciones de la revista Nueva.
Misa de 12pm cabeceando... ¿cómo no?
El reinado de belleza de la cuadra.
Hacer turno para peinar a mi tia, y hacerle masajes con crema en los pies. Y ella pidiéndonos que mejor jugáramos con las muñecas.
Los viernes viendo novelas venezolanas hasta tarde, con galletas Wafer o crispetas. Y entre semana detrás de la puerta escuchando "Los Victorinos".
Trotar los domingos por la mañana a Pan de Azúcar.
El peinado ternura a las 5 de la madrugada... ¡el peinado ternura!

 
Recordar todos los momentos especiales y pensar en las personas mas importantes en mi vida. Las que han moldeado mi carácter. Las que más me han enseñado. Aquellas que, pase lo que pase, están a mi lado, incondicionalmente. Sentir todo su cariño. Vuelvo a ver el correo y leo "Thank you for booking your trip Amsterdam-Bogotá". Solo puedo hacer una cosa en éste momento: tomar mi celular y marcar al 63151** en Bucaramanga, y decirle a mi tia que voy a ir a pasar Navidad con ella.

¡Yuuuuuuujuuuuuuuuu!
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NOTA: El post de hoy era sobre el turismo en Holanda, pero por diversas razones no pudo ser y será para la próxima. ¡Espérenlo!

En Dinamarca aprendí...

En Dinamarca aprendí...

 

En Copenhague un perro caliente callejero vale 25 coronas danesas, un tiquete en tren desde el country side vale 2.76 perros calientes, la entrada a un museo 2.4, medio litro de cerveza 1.4. Nachos en un pub 3.12, sándwich de paté de hígado 2.56, y carteras de lona bordadas a mano por colombianas viviendo en Dinamarca, valen 12 perros calientes cada una. Todo el desgaste mental calculando esto para descubrir el último día del viaje que una Big Mac en combo vale lo mismo en Copenhague que en Holanda.

Fui a Copenhague y comprobé lo mucho que se parece a Amsterdam, sólo que en Dinamarca se les acabó la pintura gris y tuvieron que usar otros colores para pintar las fachadas de las casas.

Fui a Copenhague para descubrir que no se mucho de ceremonias religiosas, así sean en danés o español, católicas o protestantes. Aunque el respeto y la convicción de los feligreses son más evidentes cuando no entiendo lo que el cura está diciendo.

Fui a Copenhague para comprobar que el danés es igual de incomprensible al holandés, la diferencia es que los daneses no hablan como si tuvieran una afección crónica en la garganta (sólo como si tuvieran una papa en la boca que no se sacan sino para hablar en inglés).

Fui a Copenhague y vi que en el mejor barrio del estrato más alto de la ciudad más rica, también hay desadaptados orinando en cualquier esquina (ver foto).

Fui a Copenhague para descubrir que los bebes de 2 meses te pueden vomitar 2 veces seguidas, si y únicamente si, después de la primera vomitada te cambias la camiseta por una limpia.

Fui a Copenhague para descubrir que la personalidad de los guías turísticos cambia según el idioma en el que te hablan.

Fui a Copenhague para comprobar –una vez más- que la famosa crisis económica de España no es tal, pues pareciera que tienen el dinero suficiente para enviar al extranjero cuanto español detestable existe y ponerlo a pasear y gastar por los demás países europeos. En las calles de Copenhague el español es el rey de los idiomas y atracción turística que se respete ofrece sus servicios usándolo y tiene –cómo no- un vendedor de acento ibérico que explica cuáles son los horarios en los que los hispanohablantes no tenemos que fastidiarnos escuchando ingles pues hay versiones de excursiones exclusivamente en español.

Fui a Copenhague para evidenciar que los guardias en los museos si trabajan, y si tocas –por curiosidad y con total inocencia- algún objeto del siglo XVI, te van a dejar sordo de un grito.

Fui a Copenhague y comprobé que no importa qué tan tarde te acuestes ni qué tan buena haya estado la fiesta la noche anterior, la manera más eficaz de despertarse en las mañanas es con la risa de un niño de 3 años que con cáscaras de pistachos en las uñas ruge cual león de Discovery y quiere jugar contigo.

Fui a Copenhague y entendí que debo seguir yendo a Colombia muy seguido o correré el riesgo de convertirme en alguien que cita libros de ciencias sociales de quinto primaria para hablar de la actualidad política colombiana o que describe al colombiano promedio como alguien hermanable.

Fui a Copenhague para descubrir que tal vez estamos llegando a la edad en la que nos parecemos demasiado a nuestros padres o por alguna otra razón hemos empezado a conjugar verbos que eran de uso exclusivo de su generación (como acomedirse) y a valorar aun más la destreza en las labores caseras.

Fui a Copenhague y comí galletas, pan y mermelada hechos en casa. Tomé fishershots, famosos por su sabor mentolado y su alto grado de alcohol. Comprobé que ni emborrachan ni saben a Hall Mentho-lyptus.

Fui a Copenhague y entendí que tres días en una casa con tres latinas y un danés, asustan hasta al más open mind de los daneses.

Fui a Copenhague para darme cuenta de que una diferencia de 11 años no es un abismo cuando hay cariño entre hermanos.

Fui a Copenhague para darme cuenta de que los coffee shops en Holanda no son para nada una mala idea y que tal vez –solo tal vez- me estoy haciendo vieja porque un paseo de 20 minutos en Christiania me hizo temerle al caos que puede provocar tanta libertad y desear un poco mas de ley y orden en el mundo.

Fui a Copenhague y comprobé con placer que no importa en qué país estemos, nuestro estado civil o el número de hijos que tengamos, reencontrarse con viejos amigos y reír a carcajadas sin motivo aparente es el mejor plan del mundo.

 


Del Zomer Carnaval y otras fiestas en Rotterdam

Del Zomer Carnaval y otras fiestas en Rotterdam

 

Hace unas semanas tuvo lugar en Rotterdam la edición No. 26 del Zomer Carnaval. Es un festival de 2 días, que se hace desde hace unos años en la ciudad y que es uno de los súper eventos de Holanda. Este país, quien lo creyera, tiene cuanto festival, carnaval y evento posible. Claro, eso si, en la mayoría de ellos no se elige una reina, ese lujo queda reservado para Colombia…

A principios de 2010 hubo un gran debate en Rotterdam, pues debido a la crisis económica mundial, la alcaldía de la ciudad debió recortar el presupuesto destinado a rifas, juegos y espectáculos. Y éste Zomer Carnaval del que les hablo estuvo por unos días en el banquillo, a punto de ser eliminado de la programación anual (por razones económicas pero también porque en el 2009 una persona murió durante uno de los desfiles). Pero sobrevivió al recorte presupuestal y 900.000 personas se divirtieron durante los 2 días de fiesta en el 2010.

La idea del Carnaval es representar la cultura de América Latina y El Caribe y divertir a los cientos de miles de antillanos que viven en Holanda. Las actividades van desde desfiles de comparsas, duelos entre bandas de tamboras hasta la elección de la reina, que se hace unos días antes de que el festival comience y es anunciada en cuanto periódico y noticiero tiene la ciudad. Las calles principales del centro de Rotterdam se cierran y, entre valla y valla queda un gran espacio donde se celebra el festival. Al fondo de una de las principales vías, Coolsingel, hay una tarima, ahí se hace el duelo de bandas, y es el lugar de llegada de las comparsas. Las comparsas parecen salidas del Carnaval de Rio de Janeiro. Mujeres vestidas –o disfrazadas- de garotas, bailando no precisamente samba sino prácticamente cualquier ritmo caribeño. A lo largo de las calles cerradas hay puestos de artesanías de Surinam y las Antillas, hasta venta de banderas. Y entre esos hay también puestos de comida típica. Ahí encontré yuca al vapor, chicharrón, empanadas de carne con arroz, mazorcas y caipiriñas.

Otra cosa que me sorprendió es que al llegar a la barrera de vallas, hay unos letreros inmensos que dicen “a partir de aquí es permitido tomar alcohol”: en Holanda es prohibido tomar alcohol en la calle, en el espacio público, pero para éste tipo de eventos lo permiten en ciertos lugares, demarcados por los letreros y las vallas. Y para recordarle al desprevenido, hay un guardia por metro cuadrado para hacer que uno se termine la cerveza/coctel antes de salir de la zona controlada. 

La ciudad entera se convulsiona: calles cerradas, Policía por todas partes y a caballo. La ciudad tranquila de los meses anteriores, desaparece: la Rotterdam del Zomer Carnaval es una ciudad llena de ritmo y colores, de gente disfrutando con el desorden, tomando cerveza, con equipos de música improvisados en las esquinas y parejas bailando salsa, merengue y hasta un poco de samba (video en  http://www.youtube.com/watch?v=xdohA4vm7LE&feature=related ).

Pero lo más impresionante es ver tantos, pero tantos antillanos. Y surinameses. Yo ya sabía que Rotterdam es la ciudad de Holanda donde se concentra la mayor cantidad de inmigrantes de estos países. Pero en estos días parece que no hubiera en toda la ciudad más gente que ellos. Ocupan cada calle del centro de la ciudad. Me sentía en pleno centro cartagenero. Y cómo no. Si este es un evento diseñado para ésta parte de la población (cerca del 12% de los habitantes de Rotterdam son antillanos y surinameses).

Así como hay otros eventos diseñados para otros públicos. Por ejemplo, el 30 de Abril se celebra el cumpleaños de la Reina Beatriz. Y digo ese día se celebra porque el cumpleaños no es realmente ese día sino en Enero 31. Abril 30 era la fecha de cumpleaños de Juliana, la mamá de Beatriz. Pero nadie querría salir a mitad del invierno, con temperaturas bajo cero y el país cubierto de nieve, a celebrar el cumpleaños de nadie. Entonces, para que la popularidad de la fiesta más popular en Holanda no bajara, la nueva Reina decidió mantener la celebración el día del cumpleaños de su madre.

Ese día, el centro de Rotterdam también es cerrado con vallas y también se vende en su interior tanta cerveza que parece que la regalaran (no, no la regalan, es a €3 el vasito de 200ml). La ciudad se viste de naranja. Todos en la calle participan de la fiesta con un pantalón, camisa, gafas, peluca, sombrero, medias o bufanda de un naranja bastante chillón. La gente enloquecida de amor patrio (y también, por qué no, un poco alicorada) corea canciones típicas holandesas y se arropa con banderas del Rood-Wit-Blauw (rojo-blanco-azul). Todos parecen hermanos y bailan y cantan alternando las canciones holandesas favoritas: el Wilhelmus (himno holandés) y Wij houden van Oranje, una especie de himno holandés para el fútbol (aquí una versión de youtube: http://www.youtube.com/watch?v=h2n-Hr2BKEA&feature=fvst).

La diferencia entre estas dos fiestas es básicamente que ésta última es una fiesta de blancos. Y esto es lo que me ha parecido muy curioso. La ciudad, y en general el país se ufanan de ser tolerantes e incluyentes con las personas de diferentes nacionalidades y grupos étnicos que viven aquí. Y de pronto si lo son, pero muy a su estilo: en tardes de festivales de uno u otro grupo racial, cualquier desprevenido podría concluir que aquí no hay más que un solo grupo. La ciudad se inunda de blancos, negros o turcos según el evento de turno… ¿es esta, entonces, una sociedad incluyente?

 


En Praga

En Praga

 

Celebramos nuestro segundo aniversario de matrimonio en Praga: ciudad histórica pero sobretodo romántica, de callecitas empedradas y vistosos puentes que cruzan el rio Moldava. Atestada de turistas que llenaban las calles, restaurantes, cafés y tiendas, a la velocidad que permitían los 30°C del verano checo. Las tardes eran largas, el sol se ocultaba después de las 9pm. El viento era cálido, aún en la noche.

 

Fue mi segunda vez en ésta ciudad mágica. La primera fue hace 5 años, iba sola y era mi primer viaje fuera de Colombia. Si, en medio del estrés producido por ésta combinación funesta, aún pude disfrutar del viaje. Pero nada como deleitarse con la belleza de ésta ciudad con la compañía perfecta.

 

Lo mejor para conocer Praga es caminar, aunque una tarjeta de transporte resulta muy conveniente para cuando se quiera ahorrar un poco de tiempo y/o energía. Recomiendo el paseo en bote en el rio, no en los barcos grandes con guías narrando la historia de la ciudad en alemán y ruso, sino el paseo en botecito de pedal, aunque eso si es importante no dormirse y estar pendiente de que la corriente no se lleve el botecito más allá de las boyas para no pasar ningún susto.

 

A una hora de recorrido en tren está Kutná Hora, un pueblito pequeño, del mismo estilo de Praga, también increíblemente romántico y patrimonio de la humanidad según la Unesco, con un Castillo Real, aún más bonito que el mismo castillo de Praga. Allí, concentrada tomándome una Pilsen y escuchando música popular checa, un señor de unos 50 años, con algunas cervezas de más, se acercó y me sacó a bailar casi a la fuerza. Y así fue como yo, que la salsa, cumbia, porro, merengue y demás, los bailo con el mismo pasito que el vallenato, terminé bailando música checa, como si fuera música de Carlos Vives, inevitablemente.

 

Tal vez por el calor, o por lo que significa estar en tierra checa, era imposible no detenerse cada tanto a tomar una cerveza. Y muchas veces no fue sólo una, pues nada más poner el vaso vacío en la mesa y el mesero saltaba sobre nosotros a confirmar si traía la siguiente ronda. Varios bares me llamaron la atención, uno de ellos al aire libre, un lugar de no menos de 400m2 rodeado de árboles y casetas con venta de salchichas y –obviamente- cerveza, repleto de gente tomando en vasos de medio litro, un martes a las 2pm. En el otro, con decoración alusiva al comunismo, una pantalla de 2m x 2m en la que se veía el mapamundi con lucecitas rojas titilantes en Leningrado, Pekín, Ho Chi Min, La Habana, entre otras, servía de fondo al rubio barman que atendía en perfecto inglés sin acento a guerra fría.

 

Los precios de locura: comparándolos con los de Holanda, se puede comprar el doble de contenido por la mitad del precio. Claro, esto aplica sólo para la cerveza, comida en restaurantes, helados, agua en botella, cerveza, jugos, café, transporte en metro, bus y tram, cerveza, vino, postres, artesanías y cerveza.

 

La comida checa es deliciosa: gulash y dumplins fueron mis favoritos. También cerdo, pato, pollo, pavo. Todo al horno y en porciones más que generosas. En casi cualquier restaurante sirven platos exquisitos, sólo hay que tratar de evitar las trampas turísticas moviéndose dos calles a la izquierda o a la derecha según el caso (o buscando sitios donde el menú no esté en inglés, aunque eso suponga pedir al azar sin la menor idea de lo que van a traer, igual va a ser delicioso).

 

Y con esto acabo. Con que lo más paradójico del paseo ocurrió al volver. Un comentario que me dejó tan helada como la cerveza de la última semana: al responder a la pregunta de qué había hecho en los días fuera de la oficina, le comenté a un amigo holandés que había pasado una semana disfrutando de la deliciosa gastronomía checa, su reacción fue: “No me digas que te gusta la comida checa, ¿la prefieres sobre la holandesa?” 

- ¡Plop!

De vuelta

 

Si señores, aquí estoy, de vuelta. Después de casi 8 meses decidí volver a escribir. No porque mis miles y miles de fans me lo pidieran a diario, sino por envidia. Explico. Cada tanto me encuentro con montones de blogs y me da “envidia de la buena”, porque así como yo disfruto leyendo -a veces hasta me río- sé que la mayoría de esos blogueros disfrutan escribiendo, y bueno, ya era hora de que yo disfrutara de nuevo de las mieles de escribir.

 

Mucha agua ha corrido debajo del puente en éstos 8 meses. Navidad fuera de mi casa, sin mi familia. Digo, sin mi familia de sangre y aclaro para que mi adorado esposo no se confunda. Año Nuevo en Barcelona con mi familia política (¡¡gracias Ana!!) pero sin llorar ¡sin llorar un 31 de Diciembre!... Y cómo llorar si no hubo himno nacional, ni cuenta regresiva. Ninguna tía lloró mientras bailaba sola con un pito colgado al cuello, no recordé con ningún brindis a los que ya no están conmigo y no bailé ni canté “Año viejo”.

 

Invierno completo en Europa, lejos de mi amado trópico. Pero soporté con estoicismo y no me quejé. De hecho, no dejé de usar la cicla para ir y venir del trabajo, aún con nieve. La primavera llegó despacio, como si no se decidiera a llegar de una vez por todas. Es la estación más popular pero la que menos me gusta... uno no sabe qué clima puede haber al día siguiente entre 8 y 18C (pero siempre es menos de lo que espero), llueve y el viento no es muy conveniente para ir en cicla. Y ahora el verano. El clima en Holanda no es del todo malo, y viendo el lado positivo, las estaciones requieren de mucha más ropa, linda excusa para no sentirse mal al ir de compras.

 

El clima puede parecer importante pero lo que más llena mi espacio aquí es el idioma. Todo gira alrededor del holandés. Y como se ha convertido en cierto tipo de omnipresencia, que no se deja de sentir ni por un minuto, ni más faltaba que ahora también escriba sobre él.

 

Y para no hablar del idioma prefiero contar la que ha resultado ser una buena entretención en este semestre. No sé exactamente cómo empezó todo, ni de quién fue la idea, pero un día de Abril decidí salir a trotar. Y al mejor estilo Forrest Gump me puse los tenis y empecé a correr. Claro, los tenis viejos. Hasta los amigos que más me aprecian me recomendaron no comprar zapatos para correr, dado mi historial deportivo. Lo más seguro era que después de dos semanas (y tal vez alguna lesión auto-inducida) dejara mi brillante carrera como corredora. Y los tenis nuevos intactos.

 

El primer día la adrenalina del ejercicio no pudo contra el peso de los 30 años de mi cuerpo (y la falta de ejercicio durante los últimos 20) y caí rendida después de un poco más de 3 kilómetros. Al día siguiente pensé que iba a tener que llamar a la oficina a reportarme enferma. Pero no. Con paso lento pero seguro pude ir a trabajar y me sentí bien durante el día. Después de 3 o 4 veces subí a 4km y me animé a contarle a alguien. Dicen que eso ayuda para no decaer en el intento. Aquí un dato cultural. Consultadas 3 personas de la oficina, las respuestas sobre sus hábitos de ejercicio fueron:

  • Colega No. 1: Si, yo también corro, lo he hecho durante los últimos 32 años, tenía tu edad cuando empecé. Hago 5km en algo menos de media hora, 3 veces por semana.
  • Colega No. 2: Empecé a correr hace años cuando vivía en Francia para aliviar la tensión de tener que aprender francés para trabajar (ojo a la coincidencia), hago 15km, 2 veces por semana.
  • Colega No. 3: No, lo mío no es correr. Prefiero la cicla, cada domingo hago 150km en las montañas del sur de Holanda.

 

Así que ésta no era gente a la que yo le pudiera decir algo como: “wow, ayer hice 4km, me siento de maravilla”. Así que dejé de alardear de mis logros deportivos y mejor, seguí corriendo.

 

Semanas después subí a 5km, 2 a 3 veces por semana. Aunque antes de cada jornada lo detesto y trato de sacar cualquier excusa sin sentido para no ir. Que me duelen los tobillos, que hoy ha sido un día muy pesado. Que me pierdo el clásico Camerún-Dinamarca. Pero después de un tiempo empecé a ver los resultados. Cuando se convierte en un hábito, la manera de correr es diferente. La sensación es otra. Cada vez es un nuevo reto.

 

Aquí debo aclarar que antes de salir a correr por primera vez, siempre que veía corredores en las calles pensaba “bueno, pero ésta gente está loca, serán profesionales o estarán entrenando para una maratón”. Ahora que corro con regularidad, veo siempre a la misma gente, noto que no son profesionales y entiendo que correr puede ser un plan perfecto para un viernes a las 7pm.

 

En éstos días hago 6.5km y me estoy preparando para una carrera en Septiembre. Espero no llegar de última y así dejar en alto el nombre de Colombia, jejeje...

Bed, breakfast y algo más...

Bed, breakfast y algo más...

En los últimos meses tuvimos en casa varios visitantes. Tías, primos, amigos, amigas, esposos de amigas, amigos y amigas de los amigos y amigas. Gente a la que conozco muy bien y gente a la que nunca había visto. Algunos recorrían Europa y escogieron mi casa como "centro de operaciones" para visitar los países bajos. Otros vinieron expresamente a visitarnos.


Cada visita hacía que mis días fueran especiales. Cada uno traía motivaciones diferentes. Unos querían ir a Amsterdam, otros a museos, otros de compras. A unos les gustó el paseo por los canales. A otros las casas cúbicas. Otros quedaron contentos con la comida holandesa (???) y a algunos pocos les gustó el Euromast... Cada uno nos acompañó con un toque especial... la manera como planeaban los días, como delegaban funciones entre ellos: unos más juiciosos, sabían detalladamente qué querían hacer en cada ciudad, conocían las páginas de cada empresa de trenes, buses, metro o aerolíneas, andaban con un mapa debajo del brazo, con libretita para información importante y otros !hasta con diario!... Algunos planeaban itinerarios apretadísimos saliendo a las 9am... otros se bañaban al medio día y salían a las 3pm a dar una vuelta...


De cada uno me quedó algo: desde bufandas hasta anillos -que devolveré cuando vuelvan de visita... Pero también consejos, lecciones, regaños, sugerencias, enseñazas prácticas, preguntas extrañas... Aprendí a hacer café sin filtro, hice arroz sola por primera vez, probé la cidra. Comí tapas españolas en un restaurante cubano. Y ahora de vez en cuando entro a un almacén en Rotterdam y saludo con un "buenos días"...

 
Todos traían historias diferentes aunque la nuestra fue siempre la misma: expliqué varias veces porqué comíamos pan dulce, cuáles muebles eran de Colombia y cuáles no, dónde compramos los tapetes. Que la hamaca no es de adorno y que yo también me sorprendo con el sistema del parqueadero del edificio. Que a Mauricio le faltan casi 3 años de estudio. Expliqué sin cansarme quién era la niña churca de la foto. Cómo es eso de que los apartamentos los arriendan sin piso... y que no sé, sinceramente, si el holandés se parece o no al alemán...


Al principio, antes de empezar la "temporada" de visitas, pensé que 3 o 4 días era suficiente tiempo para adelantar el cuaderno. Luego me di cuenta de que se necesita mucho más que 3 días para ponernos al día, hablar de tantas cosas y personas en común. Para contarnos historias y compartir experiencias, planes y proyectos. Y al final de cada visita, no quería que se fueran, no quería despedirme. Unas despedidas fueron fáciles, otras no tanto. Todas con promesas de vernos pronto, de devolver la visita a países y continentes lejanos, aunque sólo algunos de esos planes son realistas...


La mejor de todas las despedidas, la más linda, la que se me va a quedar grabada por mucho tiempo... el cierre con broche de oro, la joya de la corona, la última empanada de la tienda: fue la última visita. Un pequeño personaje, y de verdad todo un personaje, de 2 años de edad, que en la estación de tren, minutos antes de irse al aeropuerto con sus papás, abrió sus brazos en señal de darme un abrazo para despedirse... ¡Qué momento tan emocionante! Nada me gustó tanto.


Y así, con un abrazo de Lucas, terminó la temporada de visitas otoño - invierno 2009. Temporada que disfruté muchísimo. Ahora a esperar a que la temperatura empiece a subir para que más amigos hagan planes de venir a visitarnos... ¡¡los esperamos!!

 

De vacaciones en Colombia y de regreso a la realidad

De vacaciones en Colombia y de regreso a la realidad

La decisión de a dónde ir en vacaciones fue muy fácil de tomar. En cuanto supe que podía tomar hasta 3 semanas no dudé ni un minuto en ir a mi casa. Y no voy a hablar con sentimentalismos y a decir en tono melancólico que Colombia es mi casa, o que Bucaramanga es mi casa. Porque sencillamente lo que pensé fue en ir a pasar ese tiempo en mi casa. Literalmente.

Una vez aprobado el tiempo por “el jefe”, así parezca que estoy hablando de una organización ilegal, pasé horas buscando la mejor ruta, el mejor horario, el mejor precio -obviamente-. Días organizando el calendario para poder ver a todos los que quería ver y hacer todo lo que quería hacer.

Me moría por ver a algunas personas, las mismas con las que más hablaba mientras estaba fuera, aquellos con los que he mantenido más contacto: parte de la familia, algunos amigos del colegio, de la universidad, ex compañeros del trabajo. Pero ahora la situación era diferente, ya no hablábamos por teléfono o correo o nos veíamos a través de una cámara web, sino frente a frente, con la posibilidad de abrazar, besar, mirar a los ojos... compartir el mismo espacio...

Hubo algunas cosas que hice con más ganas, y las hice una y otra vez hasta casi volverme monotemática. Cosas simples pero que disfrutaba mucho. Pasé tardes en la cama de mis abuelitos y en el jardín. Cada vez que pude salí con mi abuelito a Cabecera o “bajé” al centro con mi abuelita adonde la modista. Comí mango en cada esquina, tomé limonada de Marvilla, caminé por Cabecera. Pasé tardes en Abrapalabra, comí pandeyuca de Mercadefam. Fui a San Andresito, caminé por el parque Santander, fui a Girón. Pedí domicilios a Matachos y a Sandwich Cubano. Desayuné café con leche, pan aliñado y queso costeño de Freskaleche. Almorcé milanesa napolitana, mute y fríjoles… Acepté todo lo que me dieron y cuando pude, repetí (sobretodo hablando de yuca y patacones).

Y después de 3 semanas llegó el momento de devolverme. Se acabaron las vacaciones. Primero a Bogotá y ese fue el momento más difícil. Camino al aeropuerto todas las dudas me asaltaron juntas: ¿Pero yo, a qué me voy? ¿Porqué dejar esto que tanto me gusta y donde me siento tan bien? ¿Porqué buscarle 5 patas al gato, como diría mi abuelita? ¿O será que mejor me quedo?

Tuve algunos momentos de pánico, y todo esto me daba vueltas en la cabeza mientras “negociaba” con la aerolínea el sobrepeso de mi equipaje... Luego del pánico vino una tristeza inmensa, y ya para ese entonces estaba en Bogotá. Sentí que la peor de las nostalgias se apoderaba de mí, me sentí miserable y abatida. Pensé en subirme rápido al avión para evitar que el ahogo fuera mayor.

Pero luego, a horas de devolverme, recordé exactamente porqué había decidido irme. Recordé qué me hizo tomar la decisión de alejarme de lo que más quiero y empezar en otra dirección. Recordé también que no importa qué tan lejos me vaya, algunos protagonistas de mi historia continuarán siendo los mismos...

Entonces dejé de llorar y llena de ánimo y energía cerré el capítulo de unas vacaciones en las que no hice absolutamente nada diferente a lo que he hecho por años, no conocí a nadie, no vi ningún paisaje nuevo. Y convencida de lo que quiero regresé a Holanda a la realidad en la que ahora vivo. Realidad en la que casi todo es nuevo, diferente o incomprensible. Realidad que tiene algo que me encanta: si es cierto que ha sido la suerte quien me ha permitido vivirla, he sido yo la que he escogido regresar a ella.